A la hora de definir el siglo XIX español, uno de los calificativos más utilizados es seguramente ‘convulso’, y no sin razón, ciertamente. Los conflictos fueron continuos. ¿Pero por qué razón? Esa centuria fue, con toda seguridad, en la que España comenzó el proceso que la ha llevado a ser, a día de hoy, una cosa radicalmente diferente de lo que era. Es más, no sólo diferente, sino contraria, antagónica. El español medio —bueno, podríamos decir, seguramente, el occidental medio— es un hombre desarraigado, que se ha alejado de Dios y que no conoce la historia de su país. El español medio se ha aburguesado, se ha acomodado, se ha vuelto un cobarde y es esclavo de sus pasiones y de la voluntad de las élites políticas, aunque cree que es libre; es un producto de la modernidad imperante. Pero no siempre fue así. Justo es señalar, eso sí, que esto es una generalización y que, por supuesto, hay honrosas excepciones, y que ser hijo de la modernidad no significa tampoco, claro está, ser malintencionado.
El siglo XIX empezó con una guerra sin cuartel contra las huestes de Nerón Malaparte, como muy «amablemente» definía a Napoleón una canción[1] en catalán, entre otras lindezas que se le dedican. Bien es sabido, por otra parte, que la Guerra de Independencia fue, además de un levantamiento popular y un ejemplo de coraje y determinación de los españoles, un choque de mentalidades entre la mentalidad tradicional, católica, y las ideas revolucionarias importadas de Francia. Acabada esta guerra, el rey Fernando VII vuelve a España tras su cautiverio en el país vecino y finiquita la Constitución de 1812, conocida como La Pepa por ser promulgada el día de San José. Aunque formalmente se reconocía a España como un Estado confesional católico, en la práctica era una constitución liberal, aunque esta no fuera la motivación del monarca para su abolición; lo que realmente quería era hacer y deshacer a su antojo, es decir, instaurar otro invento afrancesado, el absolutismo.

Tras varios intentos de los liberales por tumbar el absolutismo del rey Fernando, el pronunciamiento del coronel Riego el 1 de enero de 1820 lograría reinstaurar la Constitución de 1812 e imponer el liberalismo. El rey acaba jurando La Pepa y suprimiendo el tribunal de la Santa Inquisición. Comienza el conocido como Trienio Liberal o Trienio Constitucional. Estos sucesos, añadidos a la expropiación de bienes de la Iglesia y el caos generalizado, acabaron por sublevar definitivamente en abril de 1822 a los que serían llamados Realistas, que establecieron la llamada Regencia de Urgel, un gobierno paralelo de los contrarios a los liberales. La guerra acabaría prácticamente con la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis en abril de 1823, un ejército francés al mando del duque de Angulema que intervino a instancias de los realistas a la Santa Alianza. Dicho ejército tuvo escasa oposición por parte de los liberales y acabó liberando a Fernando VII, que estaba retenido por los constitucionalistas en Cádiz. Riego sería ejecutado y concluiría el Trienio Liberal.
Al margen de los hechos históricos concretos, a un servidor le gustaría resaltar la causa de fondo de este conflicto, de vital importancia para su comprensión y para entender la historia de España hasta nuestros días. Como hemos señalado anteriormente respecto de la Guerra de Independencia, se había producido un choque de mentalidades entre la España católica tradicional y las ideas de la modernidad, que es exactamente lo mismo que produciría los conflictos posteriores, desde la Guerra de los Agraviados (dels Malcontents, en catalán) hasta la Guerra Civil de 1936-1939, pasando por las Guerras Carlistas. El factor religioso en todos estos enfrentamientos no es casual ni accesorio, es nuclear. Y no, no es que los constitucionalistas fueran «come curas» (adjuntamos imagen de un documento[1] constitucionalista donde, en la segunda columna, se defiende que la Constitución protege a la religión, y otro que precisamente desmiente tal cosa[2] en su punto noveno), pero los conceptos que introducía el liberalismo atacaban directamente a lo más profundo del catolicismo: sus principios. Era una ideología disolvente y así supieron verlo muchos en su momento. Como decía una canción[3] realista, también ésta en catalán (y sin concesiones políticamente correctas, claro, pues eran otros tiempos),
No vull dir mes qui son ells,
xics, grans, jóves y vells,
ja saben sas ideas:
viure sens Fé ni Lley,
sens Patria, honor ni Rey
lo mateix quels Negres.
Vinga, vinga Inquisició
que sols l’infiel traydó
experimenta sa ira:
qui á ningún causa dany,
cump’ la lley de Deu ab afany
ni tampoch sel mira.
(…)
qui va contra del Sants,
contra Deu y l’s Cristians
en terra es dèu veurer.
(…)
Viva el Rey y la Religió,
viva la pau y unió,
y de Borbon la familia.
Castellano
No quiero decir más quienes son ellos,
chicos, grandes, jóvenes y viejos,
ya saben sus ideas:
vivir sin Fe ni Ley,
sin Patria, honor ni Rey
lo mismo que los Negros.
Venga, venga Inquisición
que sólo el infiel traidor
experimenta su ira:
quien a nadie causa daño,
cumple la ley de Dios con afán
tampoco se le mira.
(…)
quien va contra los Santos,
contra Dios y los Cristianos
en tierra se debe ver.
(…)
Viva el Rey y la Religión,
viva la paz y unión,
y de Borbón la familia.



[1] http://calaix.gencat.cat/handle/10687/120857
[2] http://calaix.gencat.cat/handle/10687/120840
[3] http://calaix.gencat.cat/handle/10687/120882
[1] http://calaix.gencat.cat/handle/10687/120838
Fuente: Lo Rondinaire
Categorías:CATALANS HISPANS, Hispania, HISTÒRIA I RELATS
Considero esta colaboración como muy buena y útil para los historiadores. Muchas gracias.
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