Reflexiones en torno a una peregrinación histórica a Covadonga en honor a Nuestra Señora de la cristiandad

La torpeza, fruto del orgullo espiritual, no es sólo patrimonio de los católicos que pudieran tener una visión modernista y humanista del mundo y la Iglesia. También nosotros, los que defendemos la Tradición de la Iglesia, adolecemos de tal defecto en muchas ocasiones. Y es por eso que me llené de entusiasmo cuando descubrí el espíritu combativo, caritativo y universal de aquella peregrinación, que a mi juicio, inició un camino de no retorno para la restauración de la Tradición, un camino que será largo, un camino del que no veremos el final y del que es probable que sólo se consigan victorias parciales; pero, a la postre, un camino que nos permita participar del buen combate de la fe. «Militia est vita hominis super terram» nos dice el libro de Job. Un combate que no puede sino comenzar contra nosotros mismos, siendo especialmente temible la lucha contra el orgullo espiritual.
El apostolado es un deber, no una opción que tomo o dejo según mi estado de ánimo. Pero el apostolado, como sucede en la educación de nuestros hijos, no puede reducirse a un dictado de ideas y normas; pues éstas, por buenas, verdaderas y recatas que sean, quedan en papel mojado sino se acompañan de ejemplaridad y caridad. “La letra mata, pero el Espíritu da vida”.

No puedo siquiera imaginar que terrible momento será aquel en que solos, ante el Juez Supremo, demos cuentas de nuestra vida pasada. No hará falta. Él conoce hasta los pensamientos mas recónditos de nuestra alma y ante su presencia se nos concederá el conocimiento de ver nuestra alma del modo y manera en que Él nos ve. En ese momento, unos llorarán avergonzados como San Pedro a los pies de su Madre; y, otros, desesperarán como Judas por haber perdido la esperanza.
Se verá todas las miserias, incluso aquellos pequeños pecados de infancia que nuestra memoria ha borrado, o aquel momento terrible que cometimos nuestro primer pecado mortal, enterrando la inocencia del niño, que fue sin duda el tesoro mas hermoso que habitaba en nosotros.
En el orden material de las cosas, no hay nada mas preciado que nuestra vida y junto con ella la vida de los que amamos: padres, hermanos, esposa, hijos, amigos… Por eso, una madre teme que su hijo circule en moto, o que ande con malas compañías. Por eso, la madre procura que su hijo recién nacido tenga la tutela y acompañamiento de un buen pediatra. Los padres aman a sus hijos, los quieren junto a ellos, y solo pensar en que pueda pasarle algo malo o que tengan que separase físicamente desgarra el corazón de unos buenos padres. Pero me pregunto, y ¿si esa separación fuera eterna? ¿Qué no estaríamos dispuestos a hacer por evitar la partida? ¿No obraríamos con ligereza en nuestros consejos, en nuestros ejemplos, en nuestras cautelas para evitarlo? Yo creo que sí.
Pues al considerar el momento en que estemos ante el Juez Supremo, infinitamente justo e infinitamente misericordioso, nos llenaremos de estupor al ver cuantas almas hemos dejado perderse por nuestra falta de apostolado y cuántas por nuestros malos ejemplos hemos empujado para siempre al fuego del Infierno. ¡Cuántas veces nuestro orgullo espiritual será causa de condenación para nosotros y nuestros prójimos! Cuántas veces, la tentación de creernos perfectos nos lleva a imponer y a excluir según nuestros propios criterios. Imposiciones y exigencias motivadas más por nuestro orgullo espiritual, por nuestra vanidad y satisfacción intelectual, que por el deseo de salvación de las almas. Y esto no es una llamada al relativismo o a una moral laxa, sino a obrar como Dios lo ha hecho en la historia de la salvación y con cada uno de nosotros: con misericordia y con paciencia. Por eso, el apostolado en ocasiones es el silencio, la espera en los tiempos de Dios y no en los nuestros. Paciencia muchas veces que es mortificación y cruz.

Rogaba la madre de San Agustín al gran San Ambrosio que mediara por la conversión de su hijo. Deseaba un buen consejo de aquel hombre sabio que ordenara la vida de su Agustín. El santo le contestó que su hijo aun no estaba preparado, pero aquellas lágrimas que derramaba por su hijo no serían indiferentes al Señor. «Un hijo de tantas lágrimas, no puede perderse». Esto último la llenó de consuelo, y santa Mónica siguió rezando con perseverancia y llorando por la conversión de su hijo. Y el milagro se realizó. Agustín se convirtió, llegó al sacerdocio y fue elegido obispo. Y hoy lo veneramos por su admirable doctrina como Doctor de la Iglesia.
San Pablo en una de las cartas a los Corintios, nos enseña que a quien no es capaz de digerir alimentos hay que darle leche. ¿Es mala la carne? No, por supuesto que no, pero todas las cosas tienen un proceso y un tiempo, que afortunadamente no son los nuestros. Nosotros solo somos capaces de ver las cosas desde la limitación espacio-temporal. Del mismo modo que el niño no entiende la instrucciones de un padre que ya vivió casi una vida entera, nosotros tampoco podemos entender las cosas desde nuestra pobre perspectiva temporal.
Sin autocrítica, sólo hay autocomplacencia. Con autocomplacencia no es posible el verdadero examen de conciencia, no hay modo de conocernos. Sin ese conocimiento interno no es posible el crecimiento espiritual. Sin crecimiento espiritual ni orden en nuestras vidas, difícilmente podremos ordenar la del prójimo. Por eso pido, que esta peregrinación a Covadonga nos haya servido de escuela, y sepamos ser prudentes, sepamos escuchar, examinar, crecer en provecho espiritual y, una vez aprovechados, compartamos nuestros frutos con los comensales que Dios haya dispuesto en nuestra mesa.
Ferran García Vila
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!Pues sí que hay gente…!
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