He tratado de dar el peso que se merece al papel de España en la historia norteamericana, desde los inicios (el primer thanksgiving lo hicieron unos españoles) hasta la guerra de Cuba, ejemplo clarísimo de cómo se puede fabricar una guerra para vender más periódicos (y de paso extender tu esfera de influencia y tus negocios).También he prestado especial atención a la situación de los católicos en Estados Unidos, durante mucho tiempo ciudadanos de segunda (en Maryland, en tiempos de la independencia, los hijos podían ser arrebatados legalmente a sus padres y enviados a familias protestantes si estos intentaban educarlos en la fe católica). Algunos hechos fueron clave para cambiar este estado de cosas, como el papel de las monjas que cuidaron a miles de heridos durante la Guerra Civil o  el de la universidad católica de Notre Dame que fue determinante para acabar con el Ku Klux Klan, por no hablar de los numerosos misioneros que evangelizaron el salvaje Oeste (tanto el jefe indio Toro Sentado como Bufalo Bill acabaron sus días en el seno de la Iglesia católica).

Pero hay mucho más. Una explicación de la tendencia expansiva estadounidense inscrita en su adn puritano. Una guerra de independencia en la que los revolucionarios eran los ingleses y los tradicionalistas los colonos rebeldes. Una religión norteamericana que parece sacada de una peli de superhéroes, el mormonismo. Una guerra contra México en la que los irlandeses desertaron para pasarse a las filas mexicanas. Una guerra civil en la que la esclavitud no fue el único ni primordial factor y en la que la totalidad de los indios y miles de negros lucharon con el Sur. Un Al Capone que acabó siendo un piadoso propagador de la misericordia divina. Unos campos de reclusión para estadounidenses con antepasados japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Un Martin Luther King peligroso comunista comprando flamenquitas en Madrid y un Malcolm X que había comprendido que la violencia no era el camino. Una guerra de Vietnam que fue mucho más heroica y contó con mucho más apoyo popular de lo que Hollywood nos quiere hacer creer. Y un Ronald Reagan que fulminó a Carter a base de chistes.

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