El nacionalismo es al amor patrio lo que es un egocentrismo desordenado en lo afectivo, pretendidamente auto justificado por una falsa filosofía, a aquel recto amor de sí mismo que se presupone incluso en el deseo de felicidad y en la esperanza teologal por la que nos orientamos a la bienaventuranza sobrenatural.
Pero el amor propio desordenado puede llevar, como afirmó San Agustín a la rebeldía y al odio contra Dios. El nacionalismo, amor desordenado y soberbio de la «nación», que se apoya con frecuencia en una proyección ficticia de su vida y de su historia, tiende a suplantar la tradición religiosa auténtica, y sustituirla por una mentalidad que conduce por su propio dinamismo a una «idolatría» inmanentista, contradictoria intrínsecamente con la aceptación de la trascendencia divina y del sentido y orientación sobrenatural de la vida cristiana.
La filosofía nacionalista se nutre de fuentes surgidas en el idealismo alemán, y ejerce su influencia máximamente por medio de las deletéreas confusiones en que se mueve, a modo de sublimación del resentimiento, el romanticismo en todas sus dimensiones. Desde este idealismo y sentimentalismo romántico, la historia real de los pueblos es encubierta, y suplantada por perspectivas que imponen la nebulosa abstracción de un falso «deber ser», a la realidad de los hechos y a los principios del derecho natural cristiano.
Para Rovira y Virgili, y para Ferrán Soldevila, la «Cataluña nacional» que se habían forjado desde sus presupuestos filosóficos, «debía ser» revolucionaria y desde luego antiespañola.
(Francisco Canals Vidal, La Cataluña que pelea contra Europa, en Verbo, núm. 347-348 (1996), 731-743).
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