
Karina Mariani es periodista y licenciada en Ciencias de la comunicación por la Universidad de Buenos Aires. Especializada en comunicación política y en campañas políticas. Directora editorial de FaroArgentino.com. Columnista en el Diario La Prensa y en La Derecha Diario. Es autora teatral y de cuentos infantiles. Gestora y productora cultural.
¿Demasiado ‘woke’ para el trono? El dilema de las monarquías europeas
La realeza europea sobrevivió durante años gracias a su rol simbólico anclado en la tradición más allá de los vaivenes coyunturales. Ese ha sido su superpoder. Pero hoy estas instituciones supuestamente conservadoras se han convertido en un engranaje más de la maquinaria de publicidad del progresismo. La muerte de Isabel II marcó el fin de una era en un sentido paradójico. Así como ocurrió con otras instituciones que creíamos a salvo de la avalancha progresista, reyes y príncipes cayeron rendidos ante los cantos de sirena de la ideología woke. Esto dejó descolocadas a las opciones de la derecha política y aquí surge un dilema de muy difícil resolución.
Veamos: Hace más o menos una década – redondeando, año más año menos – quienes suscribían o votaban opciones de derecha, comenzaron a sentir una molesta sensación de orfandad. Los partidos que estaban a la derecha de la izquierda se mostraban condescendientes, cuando no cómplices, de los caprichos de una izquierda que se estaba radicalizando. A esa izquierda se la empezó a conocer popularmente como WOKE, describiendo un fenómeno de identitarismo integrista, delirante pero muy potente, que velozmente colonizó la institucionalidad y la discusión pública occidental. Modestia aparte, el surgimiento y apogeo del wokismo se explica con detalle en el libro Las guerras que perdiste mientras dormías.
Así fue que comenzaron a aparecer nuevas manifestaciones políticas que denunciaban esta inoperancia de las viejas formaciones de derecha —liberales o conservadoras— y nuevos partidos comenzaron a fundarse, a veces con gente recién llegada a la política, a veces con gente que se iba desilusionada de las formaciones de derecha tradicional. Estos emergentes reivindicaban valores que años atrás respondían al más estricto sentido común, pero que, gracias al corrimiento del eje izquierda-derecha quedaron criminalizados. Fue así como la soberanía y el control de las fronteras, la defensa de la libertad y la propiedad privada, la libertad de expresión y la meritocracia, la igualdad ante la ley y el libre mercado pasaron a ser mala palabra.
A los nuevos partidos que defendían estos valores se los comenzó a conocer con los estigmatizantes apelativos de «extrema derecha» o «ultraderecha», ya que el centro pasó a ser la derecha y así. Aún pese a estas condiciones adversas llegaron a convertirse en fuerzas populares de gran calibre, logrando no pocas victorias en el ámbito de las batallas culturales. Esto representó una proeza de estos políticos, y las formaciones que crearon.
Pero… siempre hay un pero, existían pilares que esta nueva derecha consideraba propios, porque creía que eran baluartes depositarios de sus mismos valores. Los valientes políticos que se enfrentaron prácticamente a todo, dieron por hecho que, al estar además fuertemente ligada la supervivencia de estos pilares a la defensa de su sistema de valores, existía un lazo que los unía. Entre estos pilares que la nueva derecha consideraba aliados naturales se encontraban las monarquías europeas. Fue un error de diagnóstico. Así como con valentía y sagacidad diagnosticaron el peligro woke en la educación, la cultura, los organismos supranacionales, la política, etc, fallaron en reconocer el grado avanzado de penetración en las casas reales de la nueva izquierda.
En lo que se refiere a las monarquías europeas, la nueva derecha falló en denunciar que fueron las grandes legitimadoras de la Agenda 2030 y de sus objetivos, a menudo poniendo a disposición de tan totalitaria y antioccidental agenda, sus fundaciones y «actividades filantrópicas». No conformes con esto, este grupo de nobles, criados a medio camino entre la fantasía y la realidad, aplicaron su influencia para hacer análisis geopolíticos, agroindustriales, médicos, sociales, legales y varios etcéteras. No pudieron resistirse al «todo es político» y dejaron que sus simbólicas figuras, tan significativas y queridas para la sociedad europea, quedaran asociadas a un grupo de reivindicaciones nefastas.
Y si bien es cierto que las casas reales han sido escenario de numerosos escándalos a lo largo de la historia, no es menos cierto que dichas controversias radicaban en temas del corazón, infidelidades y relaciones controvertidas que incluían hijos ilegítimos, abusos financieros y otros cotilleos que hacían las delicias de las revistas que adornan las salas de espera de los consultorios odontológicos. Pero en la era woke esto se trastocó, y, al igual que ocurrió por ejemplo en Hollywood, los nobles se convencieron de que su opinión sobre la causa LGBT+, los fitosanitarios o la guerra en Medio Oriente era muy importante para el mundo. Por eso, los escándalos que envuelven actualmente a la realeza son de carácter ideológico, y aquí la cosa se complica.
Por ejemplo, como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, el Rey Carlos III es el gran valedor de objetivos woke, que van desde cuestiones ambientales, alimentarias, promoción del multiculturalismo, el neomalthusianismo y toda la ingeniería social que pueda abarcar su filosofía, hasta la promoción del islamismo. Durante el último Domingo de Ramos su discurso ensalzó al islam antes de aludir al significado cristiano, lo que desató una catarata de críticas por diluir el mensaje bíblico. Ha adoptado posturas contrarias a la tradición cristiana, por ejemplo en las recientes celebraciones islámicas organizadas en el Castillo de Windsor, donde incluso se escucharon cánticos de «Allahu akbar» durante los actos previos al Ramadán. Su hijo Harry y su inefable esposa Meghan, a la cabeza de la Casa de Sussex, se convirtieron en paladines del progresismo más banal, inspirando tal vez a otros miembros de la realeza del viejo continente.
El hijo y nieto de los famosos príncipes de Mónaco, Pierre Casiraghi, se convirtió en un aliado de Greta Thunberg. La heredera de la corona de Suecia y su familia han vertido opiniones sobre sus puntos de vista progresistas en todos los lugares donde han podido. La realeza sueca tiene prohibido expresar opiniones políticas pero eso no le impidió al Rey criticar la política sueca de no sumarse a los confinamientos durante el bienio covídico, catalogándola como «fracaso», sumándose a la manada que en 2020 aplaudía las restricciones totalitarias recomendadas por la OMS.
Otro ejemplo icónico es la Casa Real holandesa. Hace pocos años el Gobierno reveló cuánto costaba el «trabajo» de la Reina Máxima como Asesora Especial del Secretario General de las Naciones Unidas, en la oficina de Comercio Exterior y Cooperación para el Desarrollo encargada de la ejecución de la Agenda 2030. Máxima, además, es una firme impulsora de una de las mayores narrativas económicas del wokismo: los microcréditos.
Esta semana el Rey español ha dicho que España está: «En sintonía con esos principios, creemos que la inmigración, adecuadamente gestionada, es un vector de desarrollo mutuo para las sociedades de origen, tránsito y destino, y que los Derechos Humanos de los migrantes deben ser, en consecuencia, la referencia principal de nuestra acción. Por eso apoyamos con convicción plena la aplicación del Pacto Mundial Migratorio y el Pacto Mundial de Refugiados» y agregó «La triple crisis planetaria a la que nos enfrentamos —cambio climático, contaminación y pérdida de biodiversidad— nos exige un refuerzo de la gobernanza y unos recursos suficientes para acelerar la transición energética justa, que nos permita triplicar las capacidades de energías renovables, duplicar la eficiencia energética y continuar descarbonizando nuestras economías. Son objetivos tan ingentes como necesarios, y por eso las dudas deben quedar fuera de la ecuación». Y para ir un poco más lejos también afirmó: «España aspira a seguir siendo un referente global en temas como la lucha por los derechos sexuales y reproductivos, contra la violencia sexual y de género, por la mayor participación de las mujeres en posiciones de liderazgo y en los procesos de toma de decisiones».
¿En qué año vive el Rey? Como si se tratara de La Bella Durmiente, pareciera que Felipe VI se hubiera dormido a comienzos de siglo y despertado esta semana en la sede de la ONU. Pronunció un discurso rancio, incluso para los estándares woke. La narrativa ecologista de la izquierda ya no es la de Al Gore, ¡majestad!. Las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, salvo en los países islámicos, la «transición energética» ha dejado a Europa empobrecida y a merced de las peores dictaduras y la política migratoria que tanto alabó es el mayor problema del continente y de sus súbditos. Tema aparte fue su diatriba contra Israel, cuando alegremente repitió los libelos creados y difundidos por Hamas. El Rey ancló su simbología a la política exterior del Gobierno actual de España, un gobierno calurosamente felicitado por el terrorismo.
Esta serie de casos arquetípicos plantean, no obstante, un dilema interesante para las monarquías. El natural declive de esta institución en el mundo, sumado a la polarización política actual y a la controversia respecto de sus figuras y privilegios, deja a las nuevas generaciones de reyes y príncipes frente a una disyuntiva que no pueden metabolizar. Ante esta problemática, la inmensa mayoría de los miembros de las casas reales han considerado inteligente reinventarse como «uno más» del coro progresista. Es dramáticamente hilarante verlos luchar contra el colonialismo, los privilegios, el racismo y los combustibles fósiles. Pero como estrategia de supervivencia para las realezas europeas, la sumisión al wokismo tiene defectos obvios que estas pobres almas evidentemente no registran.
El apoyo social a las monarquías disminuye con los años, inexorablemente, dado que son los jóvenes los que mayor rechazo presentan. En Reino Unido, la proporción de personas que creen que es importante mantener la monarquía ha caído del 86%, respecto del momento en que se empezó a medir en 1983 para la British Social Attitudes en el Centro Nacional de Investigación Social (NatCen). Los datos de 2024 indican que menos del 29% considera la monarquía «muy importante» y el apoyo juvenil es sólo del 12%.
El dato más impactante es el Informe Borbón de IMOP, tradicionalmente encargado por el medio monárquico Vanitatis, que reveló la misma tendencia. Independientemente de quién haga la encuesta el apoyo republicano crece de manera sostenida mientras el monárquico se desploma. Un vuelco vertiginoso que redefine por completo el debate sobre la forma de Estado en el país.
Las casas reales poseían la fascinante cualidad de ser el símbolo unificador en tiempos conflictivos, cambiantes, vertiginosos. Si bien progresivamente perdieron poder e influencia política, esa cualidad unificadora las protegía, ya que brindaba cierta paz y estabilidad que se agradecía en momentos oscuros, y una dosis de frivolidad glamorosa que abstraía a los ciudadanos de la dura cotidianidad. Nadie necesitaba saber qué pensaban las princesas sobre las energías renovables o las terapias de cambio de sexo. No estaban para eso.
Pero una vez que comenzaron a pontificar políticamente, sumándose a un virtue signaling que además de quedarles ridículo conspiraba contra su propia condición, perdieron toda magia. Si la realeza actúa como cualquier influencer vulgar y silvestre, ¿qué necesidad existe de mantenerla? Si se vuelve woke, se arruina.
Aunque los datos específicos sobre las distintas monarquías son fragmentarios, el patrón de rechazo se repite, la diferencia sólo está en la velocidad, especialmente visible en la brecha generacional que hackea el futuro mismo de la institución. La pregunta ya no es si los ciudadanos seguirán apoyando la monarquía, sino qué hará la derecha política con estos datos que reflejan no sólo el cambio progresista radical en la escala de valores de reyes y príncipes, sino un vuelco en las preferencias de la ciudadanía. Como ya se ha dicho, aquí sí que la cosa se complica.
Categorías:REVISTA DE PRENSA, TRIBUNA
Felipe VI y Leticia ¿los reyes de las Charos? Incluidas las charos peperas (que no saben que lo son) teñidas de rubio, con o sin acento argentino, con o sin títulos de nobleza y también las charos peperas defensoras del «bocata calamares».
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¿Solo Carlos III? No veo a, ninguna, casa, real, ni siquiera, los, que ya, no reina decir algo contra el Global+Socialismo (*). Creo que estan encantados, en particular los Borbones españoles, abglófilos.
(*) no recuerdo donde vi escrito este término hace unos días, pero es definitorio, es más amplio que Progredumbre, los dos definen el peligro mundial.
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¿Se salva Luís Alfonso de Borbón, bisnieto del Generalísimo? No lo sé.
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