José Vicente Pascual en Posmodernia

Todos conocían el desamparo e indefensión, el calvario del pequeño Lucca, asesinado en Garrucha (Almería), hace poco más de una semana. Nadie hizo nada. Martirizado, abusado sexualmente, golpeado hasta morir… La madre observó la agonía de su hijo durante tres horas y no hizo nada, esperó hasta verlo expirar y entonces sí, entonces hizo algo: en compañía del asesino, su pareja, trasladaron a la criatura a un búnker en la playa y dejaron allí el cadáver para que alguien lo encontrase; y entre la monstrua y el monstruo tramaron una coartada de llamadas y mensajes telefónicos. Fin de la historia. Fin del pequeño Lucca.
Este artículo no es agradable ni amable, lo siento. He esperado varios días para escribirlo porque así del tirón y sobre la marcha sólo me salían sapos y culebras, denuestos, insultos gruesos y alguna blasfemia. Sobre los autores de esta atrocidad sólo se me ocurría que la pena de muerte es poco para ellos, por lo que muy a mi pesar sigo estando en contra de la medida, aunque bien la merecen.
También he sentido asco, un asco infinito por tener que compartir sociedad y civilización —y “valores” democráticos, dirá alguno— con toda la escoria humana que conocía el padecer del chavalín y no hizo nada por ayudarle; las buenas gentes son así por lo general, de puro buenas son malas como setas de veneno, que no pican pero matan en cuanto se te acercan. La familia no tiene nada que decir porque no tuvo nada que decir cuando estuvieron a tiempo. Lo mismo el ámbito escolar. ¿En qué pensaban los profesores y profesoras de la víctima? Me juego la boca: tan ocupados estaban con la enseñanza de género, en inculcar a sus alumnos principios tan necesarios como la igualdad y el aborrecimiento del machismo, con la didáctica de las virtudes de la diversidad sexual que, seguramente, no tuvieron tiempo de fijarse en los moretones y hematomas y heridas de un pobre niño maltratado. ¿Y el juzgado de violencia de género que mantenía una orden de alejamiento del asesino respecto a la madre de la víctima? Con perdón: presunto asesino; o sea, presunto asesino aunque también presunto ser humano. ¿Y los vecinos? ¿Y los amigos y allegados de la pareja infanticida? ¿De verdad nadie vio nada, nadie se quiso enterar, a nadie le extrañaron los estigmas y rastros de violencia del infeliz Lucca? No me lo creo.
Naturalmente, las buenas personas suelen no meterse en la vida de los demás. Si ven a un niño con cicatrices, cardenales y magulladuras piensan que “a saber…”, que son cosas de niños y mejor no entrar en cavilaciones, callar, no avisar a nadie porque a fin de cuentas nadie va a arreglar nada en la vida de un chaval que, por otra parte, ni les va ni les viene. En la muerte sí se meten, eso sí. En la muerte del niño ya han entrado todos, horrorizados. Para toda esa jarca de ciegos, sordos y mudos, sigue siendo mejor un buen cotilleo post mortem que una palabra, quizás salvadora, interpuesta a tiempo y en vida de la víctima. Lo dicho: me repugna profundamente compartir época, contemporaneidad, usos sociales, leyes y entorno civilizacional con esa canalla del fatídico presente. Malditos sean. Por si no ha quedado claro: malditos sean.
Claro está, si España en este mismo fatídico presente fuese un país normal, habitado por gente más o menos normal que avanza sobre dinámicas de lo cotidiano también lógicas, este hecho abominable, seguramente, se habría producido igual… pero la reacción del común, de los medios de comunicación y de la clase política que nos representa no habría sido la misma. Estaríamos en trauma colectivo, asomados al abismo de nosotros mismos y en una dolorosa estupefacción que nos obligaría a reflexionar con urgencia sobre quiénes somos y, sobre todo, cómo somos.
Pero no, no somos un país normal ni reaccionamos como gente equipada emocional y psicológicamente para sentir empatía por el dolor ajeno y el horror ante fechorías tan inmundas. Aquí, en nuestra querida España de 2025, la empatía es un recurso propagandístico que se guarda para las ocasiones marcadas por la clase dirigente. Empatía por los niños palestinos, la que haga falta y cuanto más lejos mejor. Por un desgraciado niño de Almería, bueno: una pena. No damos para más. Los niños palestinos sirven para demostrarnos que somos buenas personas, capaces de sentir lástima por los desmanes de la guerra y la muerte de inocentes; el niño de Almería sólo sirve para recordarnos que vivimos en un país de chorizos, macarras, drogadictos, pederastas, borrachos y chonis barriobajeras que se empeñan en arrimarse al hombre que las maltrata porque el hombre que quiere cuidar de ellas es presuntamente un machista y además le gusta el fútbol.
¿Se han fijado en el tratamiento que están dando los medios de (des)información a este asunto? La noticia del asesinato de Lucca y todas las horrendas circunstancias que acompañan no han tenido ni la mitad de la mitad del recorrido que habrían alcanzado en cualquier otro país sujeto a la ley, la decencia ciudadana, la dignidad colectiva y la exigencia de estima propia como nación. No es nuestro caso, evidentemente. Aquí estábamos —estamos— muy ocupados aireando los escándalos económicos, políticos y sexuales de un gobierno corrupto hasta la caña de los huesos; de tal forma, el asesinato de Lucca quedó impreso en tercera página, entre las prostitutas antiguas del ex ministro, los chanchullos provinciales de la trama de hidrocarburos y los whastapps borrados del móvil del fiscal general del Estado.
Poca muerte entre demasiada mugre, triste muerte del pequeñín de cuatro años, entregado por su madre a la depravación y la crueldad del degenerado que era y es su pareja.
¿Y las feministas divagantes, nada? ¿Y la ministra y la ex ministra de igualdad, nada? ¿La violencia vicaria no es de aplicación en este caso? O sea que elles llevan la cuenta de los niños asesinados por sus padres o pareja de sus madres cuando se trata de hacer daño a la mujer. Si es la misma mujer la que sacrifica a su hijo, ofreciéndolo a la tortura de un infanticida pedófilo, no es violencia cuantificable ni válida para las estadísticas, ni vicaria ni sacristana; es una circunstancia de la vida y nada más. Ni siquiera la señora de Galapagar que defiende el derecho de los niños, las niñas y les niñes a tener relaciones sexuales con quien ellos, ellas y elles quieran, ha salido para denunciar la agresión —sexual— a este menor.
Nada. Cero. Somos así: nada. Silencio.
Pequeño Lucca, qué mala suerte tuviste al nacer en un país de chorizos, macarras, drogadictos, pederastas y perroflautas; de políticos mangantes y sindicalistas con pañuelo palestino y feministas de pelo eléctrico y sobaco morado a quienes les importabas menos que el pan de ayer. Qué mala suerte la tuya, hijo del alma. No es que yo sea mejor que ellos, seguro que no; pero al menos me acuerdo de ti. También me acuerdo de todos ellos: de tu mamá y de tu familia, de los amigos de tu mamá y de tu papá, de tus profesores y profesoras, de tus vecinos, de todos los que te conocieron y alguna vez te vieron con el labio partido, un ojo morado o un costurón en la frente. De todos ellos me acuerdo. Y de ti. Y contigo los bendigo: malditos sean.
Malditos seáis.
Categorías:DECADENCIA OCCIDENTAL, OPINIÓN, REVISTA DE PRENSA, TRIBUNA
Muy triste y muy preocupante, ruego a Nuestro Señor para que lo acoja en su Gloria.
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Supongo que muchos debemos hacer más.
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¡Pobre niño!. Los que le han causado ese daño inmenso entiendo que ya no deberían salir de la cárcel en su maldita vida. Vergüenza para todos nosotros por permitir de alguna forma que esta atrocidad pueda ocurrir.
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Desde luego que hay que ser
seres ¿humanos? sin alma
para estar viéndolo perecer
tranquilamente, en perfecta calma.
Me pregunto en qué País vivimos
en el que estamos viviendo
semejante decadencia, incivismo,
hasta el punto de estar viendo
a un niño morir, sin escepticismo.
¡Qué pena me das, España
cuando pienso en tu futuro
y lo veo tristemente tan oscuro
con ciudadanos de esta calaña!.
Y para tí, pequeño e inocente Lucca,
¿qué te puedo decir, infante inerte?,
que siento en lo más hondo tu muerte
y que ojalá no se produzca más, nunca.
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Estas personas han dejado de pertenecer a la especie humana.
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