José Vicente Pascual

En los años de la Transición se hizo célebre en los entornos abertxales el mantra “Nafarroa Euskadi da” —“Navarra es Euskadi”—, un reivindicación forjada al amparo de la inevitable cercanía geográfica y de los afanes desaforados del panvasquismo peneuvista —más bien panvizcayismo, deglutidor de proximidades como Álava y Guipuzcoa—. El asunto trajo debate a la izquierda, sobre todo a la radical, quienes finalmente se pusieron de acuerdo en otro manta autodeterminativo, contemplado incluso en nuestra Constitución mediante disposición transitoria: “Navarra será lo que los navarros decidan”. Aún no estaba de moda el lenguaje “inclusivo”, de modo que se ahorraron el añadido de “navarras”, para descanso de ciudadanos probos.
Del viejo reino de Navarra, el carlismo “estructural”, la anual eclosión sanferminera, la universidad famosa entre las famosas, el clero y el vino y la tradición, al abertxalismo. ¿Cómo se ha llegado a este delirio? Dicen por ahí, y dicen bien, que para que la estupidez, el error y el mal triunfen sólo es necesario que las personas razonables no hagan nada. Durante décadas la izquierda revirada navarra ha buscado la alianza “progresista” —es un decir— con el nacionalismo vasco y los partidos bilduetarras. Hace nada, por poner un ejemplo, les han reglado la alcaldía de Pamplona, porque sí, porque lo valen. La nueva realidad se va imponiendo: Navarra sigue sin ser Euskadi y probablemente nunca lo será, pero sociológica y políticamente es lo mismo, o casi peor, que las provincias del destierro y la mafia patriótica; entre otras razones porque la alianza entre bandidos y gatopardos tiene más valedores que en Vizcaya, Guipuzcoa o Álava, con el partido socialista como bisagra y lubricante de cualquier tropelía que se les ocurra. La diferencia: que la derecha y el centro político en aquella comunidad sí tienen un peso sociológico relevante y una representación política notable. Por lo demás, ikurriña.
De cómo Navarra y los navarros —y las navarras— han ido mudando el escudo inmemorial del antiguo reino por una bandera inventada hace ciento y pico de años por un perturbado mental de apellido Arana, se encarga de estudiarlo Fernando José Vaquero Oroquieta en este libro, una obra monumental, sistemática, llena de erudición y escrita con inusual amenidad, que nos ilustra maravillosamente sobre el largo recorrido hacia la ignominia: los mitos panvasquistas, las falsificaciones históricas, el espejismo sentimental y la degradación democrática que está convirtiendo a una región fusionada vigorosamente con la historia de España en una especie de sucursal vasca antipática y servil, sujeta a los intereses de la oligarquía euskalduna separatista y al expolio moral de los amigos de ETA. Navarra necesita intelectuales como Vaquero Oroquieta y libros como este. Echadles una mano porque también necesitan las ayuda de todos los españoles.
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