«Barcelona roja (de vergüenza)» por Miquel Giménez


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El otro día publicamos en Vozpópuli un artículo en el que se hablaba de como el sindicato CSIF (Central Sindical Independiente y de Funcionarios) denunciaba un presunto delito: dos trabajadoras de asuntos sociales del ayuntamiento alertaban a los manteros cuando iba a venir la policía. Lo que se llama dar elagua. Cuando agentes de paisano se percataron, su indignación fue homérica. La redada por los suelos. Dichas señoras, al ser interpeladas, dijeron estar ahí para hacer “trabajo psicosocial” con los destroza comercios, quedándose tan anchas. Que avisar a delincuentes de la presencia policial, con el agravante de ser miembro de una institución, sea delito les da igual. Si Colau ha montado un sindicato para manteros y da órdenes a la policía para que no los inquiete, ¿qué van a decirnos a nosotras?, deben pensar. Eso, sin contar que su actuación no se deba a las órdenes recibidas “de arriba”.

Lo más descorazonador es que, ante tamaña situación, muchos agentes deben decir para su coleto que, visto lo visto, ¿a santo de qué van a jugarse el físico incautando la mercancía ilegal, exponiéndose a que entre cuatro manteros le peguen una paliza sí, total, aún les van a meter un paquete desde la superioridad?

Los podemitas, cupaires, sociólogos subvencionados y asociaciones solidarias en las que lo único que se reparte es la pasta entre los capitostes han instalado como norma la impunidad del crimen organizado en mi ciudad. Crimen organizado es la mafia de manteros, la de los pedigüeños, las rumanas carteristas, los lateros pakistanís que venden droga, la mafia de esos misteriosos comercios que pagan alquileres onerosos para los del país, sin verse nunca a clientes dentro ni saber muy bien lo que venden, y que solo sirven para blanquear capitales y traer a más inmigrantes, o la mafia, por no ser extenso, rumana que controla los pisos ocupados en un gigantesco entramado de rackets a los propietarios en colusión con clanes delictivos de aquí.

Barcelona palidece al ver como los comercios de siempre cierran uno tras otro, implacablemente, víctimas, por un lado, de aquella infame ley Boyer de alquileres y, por otro, de la delincuencia que les hace imposible continuar con las puertas abiertas.

Ada Colau ha degradado Barcelona en tiempo récord, pudriendo sus calles al llenarlas de la mugre y la hez de toda la delincuencia europea. Nunca como ahora se registraron tantos atentados contra la propiedad, la convivencia, el espacio y mobiliario público, la higiene. Drogas como el caballo o la heroína, desterradas de la venta en Plaza Real o la Plaza Orwell – créanme, sé de qué hablo porque vivo allí – vuelven a fluir como el agua. Son más baratas que las pastis o la coca. Las venden sin el menor temor a que los detengan los lateros que se apostan al caer la noche en las esquinas so pretexto de vender, también ilegalmente, latas de cerveza. Latas que, lo digo por si vienen a mi ciudad, extraen de las alcantarillas donde las tienen guardadas. Las mismas de las que en verano sacan los mojitos que venden en las playas de la Barceloneta a los turistas que no tienen idea de los roedores que han defecado en ellos. Por cierto, el subsuelo de Barcelona está infestado por una plaga de ratas y cucarachas, cosa lógica puesto que la suciedad reinante en calles y plazas es notable y, entre mierda y mierda, jeringuilla y jeringuilla, parejas de colocados follando a plena luz del día, con perdón, los bichos se reproducen alegremente. Eso, cuando no son asustados, pobrecitos, por los gritos de una pelea a machete entre clanes de inmigrantes por un quítame allá esas drogas.

Es una Barcelona roja, efectivamente, pero roja de indignación, de vergüenza, de rabia. Barcelona palidece al ver como los comercios de siempre cierran uno tras otro, implacablemente, víctimas, por un lado, de aquella infame ley Boyer de alquileres y, por otro, de la delincuencia que les hace imposible continuar con las puertas abiertas. Ningún plan de apoyo al pequeño comerciante, ninguna idea para incentivar que continúen, ningún apoyo hacia quienes han sido siempre la punta de lanza de lo que significa la Ciudad Condal, los botiguers, herederos del Señor Esteve de aquella Puntual que glosó Santiago Rusiñol. ¿Para qué defender a esta gente?, piensa Colau, si son unos burgueses, unos capitalistas, unos conservadores y, peor aún, posiblemente también unos machistas. Es mejor subvencionar asociaciones de colegas que se dediquen al porno feminismo, donde va a parar.

Acabo con una vivencia experimentada de este domingo. Dos y media de la tarde, paseo Joan de Borbó, es decir, Barceloneta pura y dura. No queda casi ningún restaurante que no haya caído en manos de especuladores foráneos que ni saben de cocina de aquí ni lo pretenden, porque lo suyo es el sistemático gato por liebre de la paella de amianto y el pescado de plástico. El paseo está repleto de manteros – unos doscientos -, a los que la gente intenta evitar a riesgo de ser atropellada por ciclistas, los que van en patinete y los taxis-bicicletas. Todo eso en la acera, ojo. Hay mucho guiri ya colocado a estas horas – ¿qué dejará para lo noche esta gente? – y personal de perfil siniestro vendiendo manteca a plena luz del día. Coches de policía estacionados y vacíos. Ni un solo agente a la vista. Y el sitio al que he ido a comer, de los pocos que aun aguantan por no estar en ese paseo, está con la terraza cerrada. “Son normas de la alcaldesa”, nos dicen con sonrisa de cristiana resignación.

Rojo de vergüenza me he puesto. No he podido reprimirme y he dicho “Vended encima de una manta en medio de la calle y sacad el rape de la cloaca, que aun os darán una subvención”. Que desgracia de gobernantes.

Miquel Giménez

Fuente Vozpopuli



Categorías:Opinión, Revista de prensa

3 respuestas

  1. Así es. Disfruten lo votado. Y jódanse.

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  2. Reblogueó esto en El Heraldo Montañés.

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  3. Desgracia de votantes, es de decir desgracia de ciudadanos, que son los que eligen a los gobernantes. Una cosa buena tiene la democracia y es que los gobernantes son fiel representación del pueblo.

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